Cae la nieve



Cae la nieve. Grandes copos blancos caen lentamente como si un edredón roto soltara las plumas desde lo alto. La temperatura ha subido un poco y Eugenio tiene prisa. Ya ha realizado las gestiones principales que le han llevado al pueblo. Sin embargo todavía no ha pasado por la tienda de ultramarinos y la nieve ha comenzado a caer. Acelera el paso y repasa mentalmente la lista de compra. Entra en la tienda donde dos clientas sin prisa, asomadas a las cristaleras comentan lo bonito que es ver la primera nevada del año. Eugenio abre la puerta, saluda a las vecinas y sin esperar respuesta, se dirige hacia  Ramón, el tendero,  y tras un breve saludo le pasa la lista de la compra en un trozo de papel de estraza de la compra anterior.

Diez minutos más tarde Eugenio camina hacia la salida del pueblo. La nieve se pega en su capa y en sus abarcas que van dejando huellas negras en las calles de tierra congelada. Cuando sale del pueblo y toma el empinado camino hacia la montaña, las huellas de sus pisadas se han hecho mas profundas y el color del fondo de las mismas es de un ocre arcilloso, que transcurrida media hora de camino, se ha transformado en blanco.

Eugenio sabe que debe darse prisa, sabe que todavía necesita hora y media para llegar. La temperatura es mas alta que la de la mañana y Eugenio siente como sube el calor en su cuerpo a medida que asciende. La densidad y velocidad de caída de los copos de nieve ha subido considerablemente y la visibilidad cada vez es menor. Si algo teme Eugenio en estas circunstancias es la aparición de la niebla. Sin embargo de momento, esto no ha sucedido. Cuando cae la nieve todo se difumina, las formas del entorno cambian y con niebla todo se transforma en una mancha blanca sin referencias. En la noche más oscura, sin luna y sin estrellas Eugenio es capaz de orientarse por sus caminos habituales. Los perfiles oscuros del terreno y de los árboles son su referencia, pero con la niebla todo esto desaparece.  Ha transcurrido una hora desde que abandonó el pueblo y sobre sus calcetines de lana, que cubren la parte baja de las patas del pantalón, comienzan a acumularse pequeñas bolitas de nieve helada. La temperatura ha ido descendiendo a medida que el asciende, sin embargo Eugenio no siente frío.

Avanzar cada vez le resulta más costoso y el ejercicio ha calentado su cuerpo y su mente. Durante todo el trayecto Eugenio, siente que esa mañana ha sido un poco ingenuo y que su obsesión por cerrar esos asuntos le ha hecho olvidar esa observación del cielo y del aire que hace todas las mañanas antes de iniciar sus tareas. 
Ahora, la nieve ya no tiene la forma de copos, sino que se ha transformado en un granizo muy fino y helado que al caer sobre el blanco manto blando y suave, provoca en Eugenio la sensación de que esta viene para quedarse. 

Su deseo de llegar cuanto antes a la cabaña, al calor del hogar, de ese fuego que seguro encontrará casi apagado y que deberá encender de nuevo para calentar la comida, el cuerpo y el espíritu, no era nada comparado con su deseo de cambiarse rápidamente de vestimenta y caminar aproximadamente otro cuarto de hora por una pendiente suave y comprobar si sus sospechas y su intuición son acertadas.
 
Cuando la pendiente se suaviza, Eugenio sabe que está cerca y cuando de pronto aparecen como surgidos de la nada sus dos perros pastores, entonces sabe que ha llegado. La nieve ha cesado de caer, aunque el color del cielo indica que pronto volverá a hacerlo.
Penetra en la cabaña y en cinco minutos se desviste y se viste nuevamente. Con su ropa de faena habitual sobre su cuerpo, se dirige a la pila de sacos de pienso vacíos y con dos de ellos se construye una falda protectora que sujeta a su cintura con una gruesa cuerda. Después hace una capucha con un tercer saco y lo coloca sobre su cabeza.  Recoge un par de sacos más y su vara de avellano blanco que le ha ayudado en su ascensión desde el pueblo y sale rápidamente de la cabaña, seguido de cerca por los dos perros.

 Camina lo más rápido que puede sobre la capa de nieve. La temida niebla  hace su aparición ascendiendo por las laderas de la montaña con una aparente  lentitud, que no confunde a Eugenio, que ya sabe, que  en breve lo cubrirá todo. Sin embargo Eugenio se siente seguro, sus dos perros van  caminando a su par. Ellos, sus perros, saben donde se dirigen y al cabo de unos diez o doce minutos han llegado a la cerca cuya entrada permanece cerrada con la barrera de troncos y alambre de espino que Eugenio reconstruyó este pasado verano. Abre la barrera y seguido de sus perros, a los que ha ordenado ponerse detrás de él, franquea  la entrada.

El silencio,  como la nieve, también lo cubre todo. Eugenio trata de capturar imágenes en la niebla y rompe su silencio exterior con una llamada característica. Nada, no hay respuesta. Después de un par de minutos caminando y siguiendo su intuición y experiencia, vislumbra  un bulto alargado, que quieto junto a la pared de piedra y debajo de las ramas sin hojas del viejo  espino alvar, Eugenio reconoce perfectamente. Cuando a escasos metros del rebaño Eugenio ve  a Perla, apartada y junto a la pared de piedra, moviendo su cabeza arriba y abajo, lamiendo ese bulto que trata de incorporarse comprende que su intuición era acertada. Manda a sus perros permanecer quietos.

Ya ha nacido el primer cordero del año. 
Se acerca y comprueba que es un buen ejemplar macho, con el cordón umbilical todavía ensangrentado y con sus ensortijados rizos aún cubiertos  por el amarillento liquido amniótico. 
Ya se disponía Eugenio a recoger al recién nacido, cuando un giro brusco de Perla le indica que la fiesta aún no ha terminado. Asomando sus viscosas patas y plegada a estas, asoma también la cabeza de un nuevo ejemplar, por encima de la placenta de su gemelo.
 

La experiencia le indica enseguida a Eugenio, que el nuevo está atascado y con riesgo de no nacer vivo. Rápidamente clava su vara en la nieve y extendiendo un saco sobre la misma, coloca al  recién nacido sobre el; mientras, su madre continua lamiéndolo y reconociéndolo. Inmediatamente coge las patas del nonato  con una mano y ayudándose con la otra mano, gira la cabeza del mismo, al mismo tiempo que tira suavemente de él. Perla parece haberse dado cuenta de la ayuda y abriendo ligeramente sus patas hace un esfuerzo de empuje, que combinado con el tiro continuo y un poco mas enérgico de Eugenio, provoca el nacimiento del gemelo. 
Este permanece inmóvil y no da signos de vida. Eugenio rápidamente, abre con sus dedos la boca del cordero, eliminando los restos que en ella  pudiera tener  y aproximando su boca a la del animal le insufla un chorro de aire expirado que provoca de inmediato una respiración entrecortada y autónoma en el animal.

El milagro ha vuelto a producirse y Eugenio extiende un nuevo saco sobre la nieve, donde coloca al recién nacido para ser lamido y reconocido por Perla. Con discreción y suavidad esconde al primero durante un rato de las atenciones de su madre y pasado este, lo coloca junto a su hermano. 
Eugenio camina hacia la cabaña sosteniendo a los corderos por sus patas delanteras, seguido por Perla que alterna su hocico, de un cordero al otro. Los dos magníficos perros pastores van abriendo el camino, que es cerrado por el resto del rebaño.

   Autor: Bitarracho

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