Convivencia y Paz
CONVIVENCIA Y PAZ
Se acaba de ir su última víctima; él mismo.
Respiro con profundidad, y realmente no sé lo que
siento. Nadie llora, nadie ríe. En realidad estaba solo.
Mi historia a su lado comienza hace cinco años.
Cinco largos años.
Soy doctora psiquiatra y he completado, y continúo
completando, mi formación con diversos cursos y masters sobre psicología,
atención en cuidados paliativos, tecnología y apoyo a la autonomía personal,
etc...
Así que dadas mis características personales y mi
formación, trabajo en el Hospital Universitario más importante del País Vasco e
imparto algunas clases en la EH-UPV.
A la muerte de mi padre, descubrí la realidad de una
parte de mi vida, que todo el mundo que
me rodeaba, incluido él, habían conseguido ocultarme con mucha dedicación y mucho cariño.
Mis recuerdos de infancia no se habían difuminado
con el tiempo.
Cuando mi padre se fue definitivamente, me quedé
huérfana totalmente.
Mi madre y mi hermano, dos años más joven qué
yo, habían dejado este mundo en un
trágico accidente, cuando yo contaba seis años.
El resto de mi infancia y adolescencia viví en
compañía de mis abuelos paternos y de mi padre cuando su atareado trabajo se lo
permitía.
Recibí mucho cariño de mis abuelos y tíos maternos,
y compartí vacaciones y juegos con mis primos y primas de ambas ramas
familiares.
Aquel accidente, qué me privó de golpe de las
personas más queridas, marcó definitivamente mi personalidad y me hice adulta
antes de tiempo.
El agnosticismo de mi padre y abuelo paterno marcaron
mi credo existencial.
No obstante, en momentos de lucidez intelectual,
siempre me planteé el motivo o la razón de esta vida.
Así qué, gracias a la libertad de la que he
disfrutado siempre por parte de mi familia, a ese interrogante vital interior y al inconformismo de haber perdido a mis
seres queridos de una forma tan brusca e inesperada, quizás ahora disfruto de una posición laboral y
social privilegiada.
Hace ahora aproximadamente cinco años, tomé contacto
físico con él.
Iba cargada de información. Me había leído con
detalle, todos los sumarios y todas las causas en las que había estado
implicado.
En cierto modo, no era un completo desconocido para
mí. Conocía su historial delictivo, su formación y trayectoria carcelaria.
Aquel master sobre el comportamiento de los seres
humanos privados de libertad, fue la disculpa perfecta, para ese acercamiento.
Quería, necesitaba saber, cuáles eran los motivos
primarios para tanta crueldad y barbarie.
Desde luego aquella entrevista, además de nada clarificadora,
resultó ser el origen y motivo de esta tormentosa e íntima relación.
La muerte de mi padre, o mejor aún, la
desmitificación de su figura, hicieron que tomara la decisión de entrar en
contacto con él.
Aquella caja fuerte en el banco me descubrió algo
que nunca imaginé: Los recortes de prensa, con los nombres de mi madre y
hermano, los análisis y conjeturas de lo sucedido contadas por los
periodistas de la época.
De pronto todo empezó a tomar cuerpo en mi cabeza y empezaron a ordenarse mis recuerdos.
Aquel cambio de domicilio, el ir a vivir con mis abuelos, la pérdida de
contacto con aquellos amigos y amigas de pre-escolar y primaria.
Todo, absolutamente todo, se había preparado, para
crear en mí un vacío sobre aquella cruda realidad.
Aquella caja fuerte, heredada de mi padre, contenía,
no solo la cronología de aquel terrible, absurdo y cruel atentado, sino también
las fechas, lugares, nombres de
víctimas, así como minuciosos detalles de otros muchos, que me tuvieron un
tiempo bloqueada para ejercer mi trabajo habitual.
Después de aquellas “forzosas” vacaciones, sentí que
necesitaba conocer de boca del asesino, la motivación, las razones, los comos y
porqués de sus actuaciones.
Una vez tomada mi determinación, no me resultó
difícil conseguir aquella entrevista.
Habían pasado treinta largos años y ahora quería,
necesitaba, enfrentarme con los ojos del asesino de mi familia.
El gobierno actual había concedido múltiples
indultos a presos condenados por actos
de terrorismo y la dispersión de ellos había concluido. Así que después de
conseguir el permiso correspondiente, aquella mañana sobre las 9:30 horas
pasaba el control de entrada en la cárcel.
Él había sido consultado previamente sobre el hecho
de ser entrevistado íntimamente, sin cámaras ni grabadoras, por una doctora que
preparaba un master.
Cuando se abrió aquella puerta, me encontré ante un
señor que pasaría un poco de los
cincuenta, con buen aspecto físico, con mirada inteligente y con un fondo de
tristeza y melancolía en la misma, tanto que pensé que me habían indicado la
habitación equivocada.
Con una sonrisa me invitó a pasar y a sentarme
después de estrecharme la mano con cortesía. Me encontré ante un ser humano,
como yo, qué desconocía realmente los motivos de mi visita.
Sabía que estaban a punto de concederle el tercer
grado y que, al salir, nadie le estaría esperando. No al menos como espera una
madre o una hermana, ya que debido a aquella dispersión brutal, a aquella
vendetta de los gobiernos precedentes, las dos personas que más lo visitaron,
habían perdido la vida en un choque frontal en una carretera nacional a cientos
de kilómetros de su casa.
Llevaba preparado un cuestionario, una guía, para no
perder tiempo durante los sesenta minutos que nos habían concedido.
No fue necesario abrir el cuestionario. Después de
las presentaciones, le pedí que me contara, sin extenderse en detalles, cómo
había sido su infancia, su adolescencia, y como había terminado en aquella
banda que sembró el terror y la desolación en personas y familias enteras
durante décadas.
Hablaba siempre en tercera persona, como si no fuera
con él. Describió una infancia más o menos normal. Una adolescencia sin
implicaciones en conflictos sociales y finalmente una discreta juventud con no muchos contactos, algunos de los
cuales fueron detenidos por altercados callejeros, y torturados en los
cuarteles.
No dió detalles de sus acciones terroristas. Era
como si todas sus víctimas no hubieran existido o simplemente fueran daños
colaterales de una acción injustificada, pero necesaria en aquel momento..
Entonces quise conocer sus reacciones al
mencionarle el nombre de sus víctimas.
Saqué el cuaderno donde tenía apuntados por orden cronológico los lugares y los
nombres. Y nada. Le eran completamente desconocidos. Solo recordaba algunos
detalles del lugar, de cómo había llegado y sobre todo cómo había conseguido
escapar.
Reservé los nombres de mi madre y hermano para el
final y…nada.
Entonces, sentí por dentro un calor, una ira, unas
tremendas ganas de destruir todo lo que me rodeaba, incluido él.
El tiempo concedido llegaba a su fin y dentro de mí
se había instalado una rabia; rabia sorda y cegadora.
Él pareció percatarse y me preguntó si me encontraba
bien. Entonces… me convertí en su verdugo…
Cuando abandonaba aquella habitación, comencé a oír
sus desgarradores gritos, sus injurias y después sentí sobre mis hombros el
brazo protector del funcionario.
Antes de bajar las escaleras, oímos el fuerte
impacto de un cuerpo estrellándose contra el suelo y segundos después, en mi
condición de médico acudí junto con funcionarios y carceleros a su lado.
Allí estaba él, inconsciente, inmóvil y con un
hilillo de sangre bajo su nuca.
Respiraba y su pulso era débil. Se le cubrió con una
manta para mantener el calor corporal y se pidió la ambulancia.
Fue
trasladado a urgencias del hospital en el que trabajo, y los servicios
de traumatología y neurocirugía hicieron su labor lo más eficazmente que
pudieron.
El diagnóstico médico final fue terrible…tetraplejía
completa con necesidad de apoyo respiratorio y pérdida de la capacidad de
comunicarse verbalmente.
A partir de ese momento, a su total dependencia de
la tecnología se sumaba su total incapacidad para comunicarse.
Ahí comenzó, aunque parezca paradójico, nuestra relación
y nuestra comunicación. Mi reto personal debido a mi especialidad y también mi
lucha personal en lo ético, para no abandonar, ni ignorar a alguien cuyas
acciones personales habían resultado tan nefastas en mi vida.
Durante mucho tiempo mi tarea como profesional había
sido dar asistencia a familiares y pacientes en situaciones de hospitalización
críticas.
Aquí comenzaron dos batallas, una psicológica y otra
tecnológica .
Durante mucho tiempo la reacción de aquella mirada
fue la de cerrar los ojos ante mi presencia.
Seguí con minuciosidad todas sus pruebas
fisiológicas y metabólicas así como los diferentes scanners, que determinaron
su total dependencia de la tecnología, simplemente para continuar vivo.
Sin embargo mi reto personal, desde el inicio, fue
el establecer una comunicación con su persona en la que hubiera intercambio de
información.
Como inicialmente su única reacción ante mi
presencia era cerrar sus ojos y mantenerlos así hasta que yo desaparecía de su
presencia, la colaboración de la médico residente, con la que más he
congeniado, resultó ser fundamental en esta tarea.
Obviamente estaba muy enfadado, no solo con su
propia situación, la cual no llegaba a comprender, sino también con mi
presencia física.
Mediante cuestionarios preparados y a través de
un lenguaje cuasi digital, en el que un
“sí” se correspondía con un cierre rápido de párpados y un “no” con un cierre
mantenido, mi ayudante y yo comenzamos a elaborar un vocabulario con el que,
inicialmente, solo se comunicaba con ella.
Ese rechazo inicial hacia mi persona, indicaba que
se había creado un vínculo y que ahora significaba algo en su vida.
Inicialmente respeté su deseo de no verme, y mis
visitas eran esporádicas, pero transcurrido un tiempo comencé a acompañarle y a
forzarle al diálogo.
Diálogo que era más bien un monologo en el que fui
descargando gran parte de mi vida, de
mis vivencias, de mis sueños rotos, es decir, un perfecto psicoanálisis.
Un día percibí que abrió sus ojos y me observó largo
rato mientras hablaba. Yo continué cómo si no me hubiera dado cuenta. Se había
roto el hielo y percibí cierto interés en mi historia.
Así es que quise devolverle la moneda: necesitaba
saber que aquel ser humano, era solo eso, un ser humano como yo perdido en la
incertidumbre de un destino.
La tecnología avanza rápidamente y gracias a ella
después de cinco años la comunicación con él fue posible de una manera tan
fluida que yo misma no acierto a comprender.
Cualquiera que oyera la máquina a la que estaba
conectado, y que hubiera hablado con él en el pasado, pensaría sencillamente
que nos hablaba a través de un interfono clásico; eso sí, de una manera pausada
y tranquila.
El lenguaje adaptativo-predictivo a través de esa
retina artificial externa, es increíble.
Incluso para ajustar el timbre y el tono de su voz
recurrimos a grabaciones de sus declaraciones
en los juicios.
Todavía suenan en mi cabeza aquellas palabras…
“Lamento
mucho cantidad de cosas que hice o en las que estuve involucrado y sobre todo
sus consecuencias. Solo deseo qué lo sepas y lo tengas en cuenta.”
O aquellas otras más próximas a su final…
“Hay una
pregunta en mi cabeza: ¿Cuál es el motivo o la razón de estar, de continuar
vivo?”
P.D.
Desde luego, si estás leyendo esto, significa que,
finalmente, yo también me fuí, y que el cofre de mi padre volvió a abrirse.
Cualquiera de nosotros es capaz de hacer las cosas
más grandiosas o caer en el agujero más
profundo. La decisión, en nuestro interior, suele ser de milésimas de segundo.
Así fue como, en aquella primera entrevista en la
cárcel, llena de rabía, le confesé mi secreto mejor guardado:
“Acabo de
mencionar los nombres de mi madre y de
mi hermano que no murieron en un accidente como siempre creí, de la misma forma
que tu madre y hermana tampoco murieron accidentalmente…”
Autor: Bitarracho
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